—¡¿Dónde está mi esposa?! —exclamó Sergio con un rugido que sacudió las paredes del despacho.
Los dos hombres frente a él se intercambiaron una mirada rápida, incómoda, y luego negaron con la cabeza.
—Eso no es algo que podamos responderle, señor… —murmuró uno de ellos, inseguro—. Lo siento, ¡no lo sabemos!
Sergio golpeó el escritorio con ambas manos, haciendo vibrar los objetos sobre él.
El sonido seco del impacto resonó como un disparo en la sala.
Sus ojos, rojos, inyectados de furia y lágrimas contenidas, lo hacían parecer un hombre al borde del colapso.
Sus labios temblaban, apretados por la rabia. Estaba al límite. El aire a su alrededor parecía más denso, más cargado.
—¡Van a seguir investigando! —ordenó, su voz desgarrada—. ¡No me importa si tienen que quemar la ciudad entera, quiero respuestas! ¡Nombres! ¡Fechas! ¡Motivos! ¡Lo que sea!
—Señor Torrealba… —dijo el otro detective con cautela—. Ya le dijimos que el fiscal Montoya fue el culpable de todo esto, en realidad su red de