La ginecóloga pidió a Lynn recostarse en la camilla. Marfil permanecía a su lado, sujetando su bolso, intentando no mostrar cuán nerviosa estaba también. La habitación olía a desinfectante y tenía una luz blanca, fría. Un monitor titilaba con líneas que aún no mostraban nada.
—Te voy a aplicar un poco de gel, está frío —avisó la doctora con amabilidad.
Cuando el gel tocó su vientre, Lynn se sobresaltó, una oleada de emociones cruzándole por dentro. Sin pensarlo, estiró la mano y buscó a ciegas la de Marfil, como si necesitara un ancla para no hundirse en el miedo. Sus dedos se aferraron con fuerza.
Marfil, sin decir palabra, respondió con una sonrisa serena, pero sus ojos brillaban con una ternura protectora que hablaba por ella. En ese instante, era más que una amiga: era su familia elegida, su escudo, su fuerza.
Y entonces, en la pantalla, una imagen comenzó a tomar forma.
—Ahí está —susurró la doctora—. Mírenlo.
El corazón de Lynn se detuvo por un segundo.
Era diminuto, frágil como