Marfil e Imanol se despidieron de todos.
Subieron al coche, sus manos entrelazadas, y comenzaron a conducir hacia el mar Adriático, donde las olas susurraban promesas de libertad.
La luna brillaba en el cielo, bañando de un color plata y blanco.
Estaban tan emocionados, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos.
Pronto llegaron al muelle.
El crucero que los esperaba era todo lo que Marfil había soñado, un palacio flotante de lujo y elegancia, rodeado de vida y alegría.
Pero, a pesar de la multitud, solo se veían el uno al otro.
Se dirigieron a su camarote, no cualquiera, sino el especial para luna de miel.
Marfil se sintió como una princesa, con un vestido nuevo que la hacía sentir más viva que nunca, pero también vulnerable, porque sabía que algo muy importante debía decir.
Imanol la acompañó hasta la puerta del camarote.
Un empleado les sonrió y los dejó entrar.
Marfil quedó en silencio por un momento al ver cómo el lugar estaba decorado con rosas rojas, velas y luces sua