El silencio que siguió a la rendición de los últimos guardias en los aposentos reales fue pesado, cargado de la reciente violencia y la trascendencia del momento. La sangre de la batalla apenas se había secado en las espadas, y el eco de los enfrentamientos resonaba aún en los pasillos de piedra. El rey Theron yacía inmovilizado, maniatado y humillado, su rostro congestionado de rabia impotente y frustración, cada músculo de su cuerpo tenso por la derrota. A su lado, la reina Lyra observaba la escena con una resignación sombría, sus ojos, antes serenos, ahora velados por una profunda melancolía y la cruda aceptación de un destino ineludible. Los miembros de la corte sobrevivientes y los sirvientes se mantenían en silencio, sus miradas oscilando entre nosotros, los recién llegados que encarnaban la revolución, y los monarcas caídos, que representaban un orden que se desmoronaba. El aire estaba cargado de expectación, miedo y una incipiente, casi imperceptible, esperanza.
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