La brisa vespertina se colaba entre las columnas del vestíbulo central, ondeando los estandartes del reino con una gracia silenciosa y casi burlona. Violeta caminaba entre ellas, sintiendo el peso de cada mirada que se deslizaba furtiva sobre su espalda. No necesitaba que nadie hablara: sabía leer los ojos, las sonrisas breves, los gestos demasiado educados. Sabía que el escándalo comenzaba a tomar forma.
Ya no eran solo sus pasos los que resonaban en los pasillos, sino también el eco de las palabras que otros murmuraban en su ausencia.
—No la vio salir hasta bien entrada la mañana... —Dicen que el príncipe la llama por su nombre de pila... —¿Y el linaje? ¿Es cierto lo que dicen de su madre...?
Violeta cerró los ojos por un momento al escuchar el sonido de unas risas apagadas a su paso. Se detuvo junto a una columna de mármol blanco y apoyó la palma contra ella. El frío le recordó que no podía permitirse temblar.
No ahora.
Las últimas noches con Leonard habían sido un refugio, un oasi