El ala norte del castillo, usualmente bulliciosa con sirvientes, consejeros y guardias reales, se hallaba en un inusual estado de quietud. Las puertas de la cámara del príncipe Leonard de Theros se mantenían cerradas, resguardadas por dos soldados que no se atrevían a pronunciar palabra. Solo el sonido apagado de pasos cuidadosos y murmullos tensos se filtraba por los pasillos, como si todo el castillo contuviera el aliento.
En el interior, la oscuridad había sido templada por velas altas que ardían desde hacía horas, proyectando sombras titilantes sobre los muros de piedra. El cuerpo del príncipe yacía sobre la cama real, cubierto hasta el pecho por sábanas de lino húmedas de sudor. La fiebre no cedía. Ni los bálsamos de los sanadores ni los rezos de las cortesanas. Su piel ardía como brasas, pero sus labios temblaban como si una ventisca helada soplara desde dentro de él.
—No lo entiendo… —musitó uno de los médicos, apartando la tela empapada de la frente del príncipe—. No hay herida