El crepúsculo comenzaba a descender sobre los jardines del ala sur del palacio. Las sombras se alargaban como dedos silenciosos, extendiéndose sobre los muros de mármol y las fuentes talladas, cubriendo la opulencia con una capa de misterio dorado.
Lady Violeta Lancaster, envuelta en una capa de terciopelo gris perla, caminaba sin rumbo aparente, aunque cada paso la dirigía a un rincón muy específico del castillo. Uno que no aparecía en los planos oficiales, ni en las historias que los criados contaban. Era un rincón que ella conocía únicamente porque Emma lo había leído entre líneas. Una breve mención en una carta secundaria, una frase en una nota al pie, una escena descartada por la autora en una entrevista olvidada.
Ese lugar existía.
Y ahora ella lo necesitaba.
Se adentró por el pasillo contiguo al antiguo invernadero, cruzó una puerta oculta tras un tapiz descolorido con la insignia de la Casa Theros —una luna creciente abrazando una serpiente— y descendió por una escalinata ango