Las campanas de bronce anunciaban la hora nona cuando el príncipe Kael D’Arvent apareció en el corredor norte del palacio. El sol descendía, dorando las columnas de mármol con una luz suave, casi melancólica. En los balcones altos ondeaban las banderas de Theros, lentas, orgullosas, como si hasta el viento les reverenciara.
En el jardín interior, Lady Violeta Lancaster —Emma— hojeaba distraída un libro sin avanzar realmente entre sus páginas. Sentía la presión de demasiados ojos en los últimos días. Isolde le hablaba menos, pero con sonrisas más amplias. Los nobles cuchicheaban en los banquetes. Y el heredero… Leonard… estaba más distante que nunca.
O quizás no distante. Vigilante. Reservado.
Como un lobo que siente al cuervo acercarse al nido.
—Lady Lancaster —anunció una voz grave, inconfundible.
Emma alzó la vista. Allí estaba el príncipe Kael D’Arvent, impecable como siempre. Vestía un abrigo de terciopelo azul oscuro, con botones de oro mate y un broche con la insignia de Velhar