El salón del ala norte estaba en penumbra, iluminado apenas por la luz pálida que se filtraba a través de los vitrales. Leonard se encontraba solo, sentado en el borde de un diván de terciopelo azul, con la cabeza inclinada y las manos entrelazadas. El eco de los violines del baile aún retumbaba en sus oídos, pero no con nitidez. Era más como un recuerdo lejano, desenfocado, como si los sonidos hubieran viajado por un túnel largo y húmedo antes de alcanzarlo.
Algo no estaba bien. Lo sabía.
Pero no sabía exactamente qué.
Desde hacía días —aunque no podía precisar cuántos— todo a su alrededor parecía girar con un ritmo ajeno, distante. Como si el mundo hubiese empezado a deslizarse lentamente hacia los bordes de su conciencia. Recordaba cosas con claridad milimétrica, pero otras… otras simplemente se le escapaban entre los dedos como arena seca.
Se frotó la frente, como intentando espantar el entumecimiento mental que lo perseguía desde aquella noche del baile. La misma noche en la que,