Sentado en el asiento del copiloto, con la vista fija en la carretera iluminada por los faroles tenues del amanecer, no podía dejar de pensar en todo lo que se me estaba viniendo encima. Gerónimo conducía con la habitual serenidad que lo caracterizaba, pero yo sentía que mi cabeza era un torbellino imposible de controlar. Habíamos salido hace poco de la reunión con los hombres de confianza, esa donde todos pretendían tener una opinión fuerte, pero en realidad nadie estaba listo para cargar con las decisiones que se avecinaban.
—Tenemos que resolver lo de la gala —dijo Gerónimo sin apartar la vista del camino—. El consejo sigue presionando.
Asentí, sin ganas de responder de inmediato. Ya sabía lo que iba a decirme. La misma cantaleta. Que Ludovica debería disculparse, que el daño al honor de un miembro del consejo no podía quedar impune. ¡Una estupidez, si me preguntaban! ¿Desde cuándo defenderse se había convertido en una afrenta?
—No pienso permitir que le exijan eso —dije al fin, co