—Salvatore, me acaba de llamar. Está preocupado. Dice que no encuentra a Ludovica, que nadie la vio entrar al instituto. Nadie.
Sentí que la sangre me hervía. Cerré los ojos, conteniendo una maldición.
—¡Maldita sea! —bramé, y me giré sobre mis talones, volviendo al auto mientras el motor rugía de fondo—. Gerónimo, quiero que peinen la zona. Averigua con quién estuvo hablando antes de llegar. Pidan las cámaras de seguridad del instituto, de las calles cercanas, de todo. ¡Todo!
—Ya estoy en eso. Tengo a dos muchachos revisando las grabaciones.
No dejaba de pensar en Marco D’Amico. Todo esto tenía su hedor. Era muy obvio. Él había sido quien comenzó este juego sucio, quien había puesto sus ojos en Ludovica y estaba ideando la forma de dañarme. Y ahora que ella había desaparecido... Mi estómago se encogió.
Mientras Gerónimo tomaba el mando del equipo, yo tenía otro frente abierto. Antes de saber que Ludovica había desaparecido, tenía programado un encuentro con él: con el Gran Antonio De