Salgo del despacho, conteniendo el impulso de gritar. Me tiemblan las manos. Me arde la piel. No por vergüenza. Es enojo, puro y denso, que me brota desde el estómago como lava. Gabriele acaba de decirme, con esa voz calmada suya, como si no acabara de romperme, que “no fue nada importante”. Así, sin dramatismo, sin dudar. Ni siquiera me miró directamente cuando lo dijo. Como si besarme, tocarme, casi perderse en mí por completo anoche, no hubiera tenido el menor significado. ¡Como si yo hubiera sido un error técnico! Un desliz que necesitaba barrer debajo de la alfombra. Y culpar al alcohol fue lo último. No le basto con dejarme e irse.
Camino por el pasillo con pasos decididos, aunque por dentro estoy hecha pedazos. No voy a llorar. No. No lo haré por él. No después de esto. Me repito esas palabras como un mantra mientras atravieso el corredor rumbo a la cocina. Me digo que soy fuerte, que no voy a permitir que esto me detenga. Que no puedo permitírmelo.
Llego al corazón de la casa,