No recuerdo qué sabor tenía la comida esa noche.
Después de aquella declaración, después de ese “ya no eres una simple muchacha”, después de oír de la boca de don Antonio, que ahora era la pareja oficial de Gabriele De Luca, el mundo parecía haberse puesto de cabeza. El aire estaba denso, cargado de una electricidad muda que me hacía hervir por dentro.
La cena continuó en silencio. Los cubiertos chocaban con la porcelana, el vino se servía en copas sin brindar, y los criados iban y venían con pasos suaves, como si también sintieran la tensión que flotaba sobre esa mesa como una nube de tormenta a punto de estallar. Don Antonio había comido tranquilo y satisfecho. Incluso parecía orgulloso de su pequeña jugada. Teresa había desaparecido, y yo… yo solo estaba ahí, sentada como si fuese una invitada más en mi propia condena.
Gabriele no volvió a mirarme.
Después de aquella confesión vaga y contradictoria, bajó la vista a su plato y no volvió a decir una palabra. Ni un gesto, ni un roce,