Habían pasado dos días. O tres. Ya no estaba segura.
El tiempo era una línea borrosa entre comidas que llegaban a intervalos regulares y noches demasiado largas, donde el sueño me eludía como si supiera que nada bueno podía pasar mientras descansara. El reloj de pared que colgaba junto al armario marcaba las horas con un tic-tac mecánico, monótono, como un corazón sin alma.
Seguía en la misma habitación. Esa cárcel disfrazada de paraíso. Esa trampa bellamente decorada con sábanas limpias, flores frescas y una cuna blanca que parecía sonreírme con crueldad desde la esquina.
Desde el segundo día, me propuse explorar el cuarto en detalle, sin levantar sospechas. Me movía con la calma que se espera de una mujer resignada a su encierro, pero mi mente trabajaba con precisión quirúrgica. Había cámaras. Al menos dos. Una oculta entre los libros del estante y otra, diminuta, en una esquina del marco superior de la ventana. Lo supe por el leve destello, casi imperceptible, que hacía cada cierto