El amanecer se filtró por las ventanas del hospital como una disculpa.
La luz era tibia, silenciosa, de ese tipo que no encandila sino que acaricia, pero no bastaba para borrar la sombra que había quedado en el aire.
Vida estaba sentada en la cafetería del tercer piso, frente a una taza de café que se enfriaba sin ser tocada. El cansancio se le notaba en la postura, en los ojos, en la forma en que sostenía la taza con ambas manos como si necesitara anclarse a algo simple.
Milah llegó con dos croissants recién salidos del horno.
—El panadero me los guardó —dijo, intentando sonar animada.
Vida la miró con una leve sonrisa que apenas duró un segundo.
—Gracias. No tengo hambre.
Se sentó frente a ella. Por un momento, ninguna habló. La cafetería estaba casi vacía: una enfermera revisaba su celular, dos camilleros dormían con la cabeza apoyada en la mesa y el televisor repetía en silencio un noticiero sin importancia.
El mundo seguía, y eso dolía más que la muerte.
—Estuve pensando en