Se alejó del bosque con pasos pesados, la rabia latiendo en sus venas como fuego líquido. Nadie la siguió; nadie se atrevió. Vida no quiso hablar, no quiso compañía. Lo único que en ese instante deseaba era venganza: arrancarles el corazón con sus propias manos a todos los que habían osado arrebatarle lo que más amaba.
Llegó a su departamento y, apenas cerró la puerta, se desplomó contra la alfombra. La memoria la golpeó como una tormenta: había salido de allí con Silas, entre risas y bromas, con la ligereza de quien se siente acompañado en el mundo. Ahora estaba sola. Miró alrededor buscando desesperadamente alguna huella de él. El desayunador estaba vacío, no había sopa en el fuego, ni la figura de él inclinada sobre el escritorio, ni siquiera la silueta recostada en el sillón. El silencio era cruel, un eco insoportable.
—No quiero seguir sin ti —gritó, desgarrando su garganta—. ¡Por favor, vuelve! —suplicó, aunque sabía que era un deseo inútil. El demonio había partido, y su cielo