El cuarto amanecer llegó con un sonido distinto: no los gritos de dolor, sino el repicar de las campanas de la iglesia. Tres golpes secos, solemnes, que no llamaban a misa ni a celebración. Llamaban a juicio.
Ariadna sintió el estómago encogerse apenas escuchó el eco. Clara golpeó la puerta de la posada con nerviosismo.
—Los ancianos te llaman. —Su voz temblaba—. Quieren que te presentes en la plaza.
Elian se interpuso de inmediato.
—No irá.
Clara lo miró con tristeza.
—Si no va, vendrán por ella. Y vendrán todos.
Ariadna respiró hondo, tomando el libro contra su pecho.
—Iré.
Elian intentó detenerla, pero ella lo miró con determinación.
—Si me escondo, solo confirmo lo que piensan. Prefiero mirarlos a los ojos.
La plaza estaba llena. Nadie trabajaba, nadie hablaba. Todos esperaban, y en el centro, sobre el templete, los ancianos aguardaban: Don Efraín, Milagros y Tomás. Frente a ellos había una mesa improvisada, cubierta con un paño negro.
Ariadna subió al templete. Elian la siguió, f