El pueblo amaneció con una calma que no convencía a nadie. Las puertas se abrieron con cautela; los tenderos sacaron sus puestos, pero dejaron las balanzas dentro; los niños asomaron la cara a la calle sin soltar la mano de sus madres. Era un día que pretendía ser normal, y esa pretensión lo hacía más inquietante.
Ariadna caminó por la plaza con el libro escondido bajo el chal. Había quienes apartaban la mirada al verla, y también quienes, sin decirlo, le agradecían con un gesto mínimo que aún estuviera allí. El agua del pozo seguía negra. Un brillo plateado, como un ojo cansado, se formaba a ratos en la superficie y volvía a hundirse, dejando un rizo oscuro que nadie quería nombrar.
—Hoy necesitaremos traer agua del río —dijo Clara, la posadera, acercándose con un par de cubos—. No es buena, pero al menos es agua.
Ariadna asintió y, sin pensarlo, tomó uno de los cubos. Varios murmuraron. No para ayudarla, sino para preguntarse si tocar aquello con sus manos no lo volvería peor. Ella