La tarde cayó con un silencio extraño sobre el pueblo. El murmullo de los vecinos aún flotaba en las calles, como olas que golpeaban suavemente, pero Ariadna prefirió no salir. Se encerró en su habitación con el libro y el amuleto, preguntándose cuánto tiempo más podría seguir cargando con secretos que la consumían.
Un golpe suave en la ventana la sacó de sus pensamientos. Se sobresaltó, temiendo otra sombra, pero al apartar la cortina vio a Elian de pie bajo la penumbra, mirándola con esos ojos grises que parecían atravesar cualquier muro. No supo si sentir miedo o alivio. Sin pensarlo demasiado, abrió la puerta y lo dejó entrar.
Él no dijo nada al principio. Se limitó a caminar hasta la mesa, donde el libro reposaba abierto. Sus dedos rozaron la superficie, y por un instante, Ariadna creyó ver dolor en su rostro.
—Este libro… —murmuró él—. Lo escribí yo.
Ariadna sintió que la sangre le abandonaba el rostro.
—¿Qué… qué dijiste?
Elian levantó la mirada.
—Cada página, cada frase. Fuero