La mañana del sábado entra limpia por la ventana y la ciudad parece contener el aliento un segundo más de lo normal. Antes de permitir que el hospital me invada la cabeza, me aferro a mi rutina como si fuese una cuerda: muelo el café, dejo que el agua llegue a noventa y dos grados, humedezco el filtro y observo el primer hilo oscuro caer en espiral. Diez minutos de caligrafía para templar la mano —trazo, respiración, pulso— y el mundo vuelve a su tamaño. Wilson se estira, apoya el hocico sobre mis tobillos y me mira con paciencia. Le pongo la correa y salimos hacia el parque.
El aire tiene esa frescura que limpia por dentro. Camino a paso vivo hasta que el cuerpo se calienta y el pensamiento afloja; corro quince minutos suaves por la senda de tierra y regreso al banco de siempre. Wilson se enrosca en la sombra y yo abro el libro que llevo en la mochila. Media hora de lectura sin subrayados, solo el placer de seguir una voz ajena que no sea la mía. Las palabras me bajan el ruido; el ho