Cuando Lorenzo abrió la puerta de la habitación 305, su sonrisa fue casi una bofetada en mi rostro.
—Pasa, Isabella.
Lo dijo con esa seguridad arrogante que siempre me había traspasado el alma.
No me moví de inmediato. No valía la pena seguir fingiendo. El brillo en sus ojos lo decía todo: él siempre lo supo. El engaño no existía para él.
Entré sin pedir permiso, cerré la puerta detrás de mí y me apoyé en ella.
Su mirada recorrió mi cuerpo como si me leyera la piel, como si recordara cada parte de mí que alguna vez tocó.
—No voy a negar quien soy, Lorenzo. —Mi voz sonó firme, pero mis manos temblaban—. Necesito que elimines a Manuel de mi camino. Tú me lo debes.
Él arqueó una ceja, apenas sorprendido.
—¿Yo te debo…? Isabella, por favor. Las cosas no son tan simples como tus dramas internos.
Sentí un chispazo de rabia subirme por la garganta.
—¡Me hiciste daño! —exploté—. ¡Muchísimo daño! Tú me arruinaste antes de que Manuel terminara de hacerlo. Tú… tú fuiste la pieza que derrumbó tod