Me quedé unos segundos contemplando cómo la luz jugaba en el rostro de mi hija, dormida en su cuna. Cada respiración suya me recordaba lo frágil y, al mismo tiempo, lo poderoso que es el amor. Ya no era la misma mujer que llegó a esta casa rota, asustada y sin rumbo. Había aprendido a levantarse, a curar sus heridas, a sonreír otra vez. Pero ese día sería distinto. Ese día debía dejarlo todo atrás, incluso mi nombre.
Escuché un suave golpe en la puerta.
—¿Puedo pasar? —era la voz de Daniel.
—Adelante —respondí mientras acariciaba la mano diminuta de mi hija.
Daniel entró con una carpeta marrón en las manos. Vestía de manera formal, pero había algo en su mirada que delataba nerviosismo. Se acercó despacio, como si no quisiera romper la calma que había en la habitación.
—Hoy termina todo, Isabella —dijo en voz baja, con una mezcla de alivio y tristeza.
—Lo sé —murmuré, intentando sonreír—. Estoy lista.
Se sentó a mi lado y colocó la carpeta sobre la cama. La abrió con cuidado, como si d