El tiempo había pasado más rápido de lo que imaginaba. A veces me sorprendía mirando a mi hija jugar en el suelo con un par de cubos de colores y no podía evitar sonreír. Cada pequeño avance suyo era un milagro, un recordatorio de que la vida, pese a todo, seguía floreciendo.
Los días en aquella casa se habían vuelto tranquilos, casi perfectos. Mi madre se encargaba de cocinar, de llenar las mañanas con ese olor a pan recién hecho que tanto me recordaba a mi infancia. Daniel pasaba la mayor parte del día trabajando, pero siempre encontraba un momento para venir a jugar con la pequeña o para sentarse conmigo en el jardín mientras el sol se escondía.
Mi hija ya tenía un año. Doce meses de risas, de llantos, de pequeñas noches en vela y tardes llenas de canciones improvisadas. Su sonrisa era la luz que me mantenía en pie.
—¡Mamá! —gritó de pronto desde la alfombra, levantando los brazos.
Solté la taza de té que tenía entre las manos y giré hacia ella.
—¿Qué dijiste?
La niña volvió a sonr