Llevaba dos semanas en la casa de Lorenzo. Catorce días que parecían una eternidad. No podía trabajar, no podía salir, no podía hacer nada. Tres veces en todo ese tiempo lo había visto: una para discutir sobre mis medicamentos, otra porque necesitaba firmar unos documentos y la última cuando vino a dejarme unas flores que no eran más que un intento inútil por disimular su ausencia.
Me sentía encerrada, atrapada en un lujo que no me pertenecía. Las paredes blancas, el aroma del jazmín que las empleadas rociaban por la mañana, la suavidad de las sábanas… todo me asfixiaba.
Esa mañana abrí los ojos y lo primero que sentí fue rabia. No contra él, sino contra mí misma por haber terminado así. Me incorporé lentamente y, en cuanto mis pies tocaron el suelo, apareció Julia, la empleada más joven, con una bandeja en las manos.
—Señora, no debería levantarse todavía. El doctor fue claro: reposo absoluto. —Dejó la bandeja sobre la mesa y me miró con preocupación.
—No quiero escuchar eso otra vez