El amanecer se filtraba por las cortinas del cuarto, cubriéndolo todo con un tono dorado y cálido. Abrí los ojos lentamente, sintiendo el peso de una noche agitada. Apenas recordaba en qué momento me había quedado dormida, solo recordaba la voz de Lorenzo dándome una orden suave, casi inaudible: “Descansa, te necesito bien.”
Cuando intenté moverme, un leve dolor en el vientre me hizo detenerme. Todo fue tan confuso la noche anterior… el susto, el dolor, la sangre, y luego su mirada, helada y asustada, como si por primera vez hubiera tenido miedo de perder algo que realmente le importara.
La puerta se abrió despacio, y una de las empleadas entró con una bandeja.
—Buenos días, señora Longaset —dijo con una sonrisa amable—. El señor Dimonte pidió que le sirviéramos el desayuno en la habitación.
Me incorporé despacio, apoyándome en las almohadas.
—Gracias, pero… ¿dónde está él?
—Tuvo que ir temprano a la empresa —respondió mientras dejaba la bandeja sobre la mesa—. Pero dejó dicho que la