Mi trabajo era espectacular… o al menos así había comenzado. Ser camarera en uno de los lugares más elegantes de aquella pequeña ciudad me hacía sentir que, por fin, estaba construyendo la vida que tanto necesitaba. La paga era buena, el horario manejable, y la ciudad, aunque pequeña, tenía ese toque de lujo que atraía a turistas con dinero. Todo parecía perfecto.
Pero, como siempre, la perfección tiene grietas.
Las otras camareras no tardaron en mostrarse tal como eran. Al principio fueron simples murmullos, pequeñas burlas, risitas cuando yo pasaba. No les di importancia. Pensé que con el tiempo se acostumbrarían a mí. Pero no fue así.
La primera vez que me faltaron artículos del carrito creí que había sido mi error.
—¿Alguien tomó las botellas pequeñas de agua mineral del carrito que dejo en la sala de servicio? —pregunté una mañana.
Nadie respondió.
Se miraron entre ellas, sonrientes, como si compartieran un secreto. Una de ellas, una mujer rubia de voz chillona, levantó una ceja