Pruebas

El reloj marcaba las dos y media de la tarde cuando cerré la última consulta.

Tenía la cabeza a punto de estallar, los pies adoloridos y una sensación de vacío que no supe explicar. Había pasado una semana desde la cena en casa de los Dimonte y no había vuelto a ver a Lorenzo. Ninguna llamada, ningún mensaje. Ni una sola señal.

Intenté convencerme de que no importaba, que estaba bien así. Pero cada vez que lo recordaba defendiendo a nuestro hijo frente a su madre, la voz me temblaba por dentro.

Estaba revisando un informe cuando la recepcionista tocó la puerta.

—Doctora Longaset, hay alguien del tribunal que desea verla.

Fruncí el ceño.

—¿Del tribunal? ¿Por qué?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé, doctora. Dice que es urgente.

Salí al pasillo y me encontré con un hombre de traje oscuro y expresión imperturbable.

—¿Doctora Isabella Longaset? —preguntó.

Asentí.

—Tiene una citación judicial. Debe presentarse esta tarde a las cinco en el juzgado de familia.

Sentí un escalofrío recorrié
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