El silencio dentro del coche era sofocante.
El ruido del tráfico parecía lejano, como si estuviera atrapada en una burbuja que solo contenía mi respiración entrecortada y el sonido del aire saliendo por la nariz de Lorenzo cada vez que exhalaba con frustración.
Tenía los dedos entrelazados tan fuerte que las uñas se me clavaban en las palmas.
—No puedo creer que haya hecho esto —murmuré, casi sin voz.
Lorenzo no respondió. Mantenía la mirada fija en la carretera, el gesto endurecido, los nudillos blancos sobre el volante.
—Sí puedes creerlo —dijo al fin, con tono helado—. Siempre supiste que era capaz de todo con tal de no perder el control.
—Pero esto es demasiado, Lorenzo. ¡Una demanda de paternidad! ¡Por mi hijo! —Mi voz se quebró—. Quiere hacerme pasar por mentirosa, humillarme frente a todos… y tú… tú pareces tan tranquilo.
—Tranquilo no —corrigió con calma peligrosa—. Estratégico.
Lo miré, enfurecida.
—¡Estrategia? ¡Esto no es un juego! ¡Está intentando quitarme a mi bebé!
Loren