El silencio del auto era tan pesado que podía escucharse mi respiración entrecortada. Afuera, las luces de la ciudad se deslizaban como sombras líquidas, reflejándose en el cristal mientras el chófer conducía con la mirada fija al frente. Lorenzo, a mi lado, bebía sin medida. Cada trago parecía apagarle la mirada un poco más.
No había dicho una palabra desde que salimos de la mansión. Solo ese silencio denso, acompañado del sonido del vidrio cuando su copa chocaba contra la botella. Yo lo observaba con inquietud, sin atreverme a intervenir. Sabía que estaba molesto. No por la fiesta, ni por los periodistas, sino por mí… por usar aquel vestido.
El chófer me miraba a través del espejo retrovisor, nervioso, como si temiera que la situación se saliera de control. Yo solo apreté mi bolso entre las manos, fingiendo serenidad.
—¿Está todo bien, señor? —preguntó el chófer con cautela.
Lorenzo levantó la vista y sonrió de una forma que no me gustó.
—¿Te parece que lo está? —dijo con voz ronca,