El murmullo de los invitados se mezclaba con la música elegante del cuarteto de cuerdas. El salón era tan grande que el sonido de las risas rebotaba en las paredes cubiertas de espejos y dorados. Desde donde estaba, podía ver a los mesoneros moverse como sombras entre las luces cálidas, sirviendo copas de champaña, retirando platos de aperitivos, llenando el aire con aromas de trufas y flores frescas.
Me dolían los pies, aunque no quería admitirlo. Llevaba horas fingiendo que pertenecía a ese mundo, sonriendo, estrechando manos, aceptando felicitaciones por un matrimonio que no existía.
—Señora Dimonte, es un honor conocerla —me dijo una mujer de unos cincuenta años, con un vestido color esmeralda y un perfume tan fuerte que me mareó un poco—. Lorenzo y yo fuimos socios hace algunos años. —Su sonrisa era amable, pero su mirada calculadora.
—El honor es mío —respondí, sin perder la compostura.
—Me alegra que finalmente haya sentado cabeza —añadió, guiñándome un ojo—. Todos apostábamos