Me vestí para ir al trabajo con las manos temblorosas. No sabía ni siquiera qué ponerme; ninguna blusa me parecía correcta, ningún pantalón me quedaba bien, nada me hacía sentir segura. Me dolía la cabeza desde que abrí los ojos. La noche anterior había sido un martirio: no dormí ni una sola hora seguida, me la pasé cambiando de posición, levantándome a ver si la niña respiraba, escuchando cada sonido como si fuera una amenaza.
Daniel se había quedado en nuestra casa, sentado en el sofá, sin pegar un ojo. Yo lo sabía porque cuando fui a la cocina, a eso de las tres de la mañana, lo encontré despierto, con el codo apoyado en la rodilla y la mirada perdida en la nada. No hablamos; creo que ninguno tenía fuerzas para hacerlo.
Cuando salí finalmente rumbo al trabajo, sentí un nudo en el estómago que parecía querer arrancarme el alma. Caminé rápido, mirando por encima del hombro cada pocos pasos. Me sentía perseguida aunque sabía que nadie venía detrás de mí. Era el miedo hablándome… o qui