Pasaron las horas, o los días, no lo sé. Todo se mezclaba. Me interrogaron una y otra vez. Los oficiales lanzaban preguntas sin esperar respuestas, anotaban cosas que no entendía. Me acusaban de tráfico de órganos, de falsificación de documentos, de homicidio.
Yo no decía nada. Me quedaba callada.
En una de esas sesiones, un oficial me gritó tan cerca que pude sentir su aliento ácido.
—¿Quién te ayudó? ¿Quién te dio la orden?
—No lo sé. —Esa era mi única respuesta.
—¿Crees que protegerlo te salvará?
—No lo sé —repetí.
La verdad es que no sabía nada. Solo que había confiado en la persona equivocada, y que ahora mi vida estaba destruida.
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Una noche, mientras intentaba dormir, escuché el ruido de las llaves en la puerta.
—Doctora Longaset —dijo el guardia—, tiene otra visita.
Me levanté lentamente, sujetando el abdomen. El dolor no me abandonaba, y la herida empezaba a arder otra vez. Cuando entró Manuel, mi corazón se apretó.
Llevaba la bata blanca del hospital, el cabello despeinado