El ruido metálico de la reja al cerrarse detrás de mí fue lo más parecido a un disparo. Retumbó en mi pecho y se extendió por cada rincón de mi alma. El aire olía a humedad, desinfectante barato y desesperanza.
Dos guardias me empujaron con brusquedad por el pasillo gris. Mis manos temblaban, las esposas me cortaban la piel, y el uniforme áspero me raspaba los brazos. No era doctora, ni mujer, ni madre. Era solo una reclusa más.
—Avanza —gruñó una de las guardias, empujándome otra vez.
Lo hice, con la cabeza gacha, los labios mordidos para no llorar.
Cuando abrieron la celda, el silencio fue reemplazado por las risas y gritos de las otras mujeres. Tres reclusas estaban adentro, todas con la mirada afilada de quienes ya no temen a nada. La más alta, una morena de cabello corto y mirada fría, me observó de pies a cabeza.
—Miren lo que nos trajeron —dijo con una sonrisa burlona—. Una doctora.
Las demás se rieron.
—¿Qué hiciste, angelito? ¿Mataste a alguien con una aguja? —preguntó otra,