El evento infantil finalmente había terminado. Los niños corrían de un lado a otro, exhaustos, mientras sus padres recogían a los pequeños con sonrisas satisfechas. Yo estaba acalorada dentro del disfraz de oso, sudando por cada movimiento torpe que había dado durante la función, y Daniel estaba igual, con la cabeza de oso cubriéndole completamente la cara, respirando con dificultad. Aun así, ambos estábamos conscientes de que era mejor mantener la calma y no quitarnos los trajes hasta estar completamente fuera de peligro.
La mujer que nos había entregado los trajes apareció frente a nosotros, con una mezcla de exasperación y admiración.
—¡Por fin! —exclamó—. ¡Eso estuvo increíble! ¡Nunca había visto dos osos bailar con tanta energía y mantener a los niños tan entretenidos!
—Gracias —logré murmurar, conteniendo la risa que se me escapaba entre los ladridos artificiales del disfraz.
—Sí, gracias —añadió Daniel, moviendo torpemente la cabeza gigante y chocando suavemente la mía con un “