Lo tenía frente a mí.
Lorenzo.
Tan cerca que podía sentir su respiración mezclarse con la mía, tan cerca que mi pecho se cerró como si volviera a estar en esa maldita celda, sin aire, sin salida, sin esperanza.
Él extendió una mano hacia mí, no para tocarme, sino como quien intenta retener a alguien que está a punto de caer por un precipicio invisible.
—¿Por qué huyes? —me preguntó, con la voz calmada pero cargada de algo que no quise descifrar.
No contesté.
No podía.
Mi garganta estaba apretada y mi corazón golpeaba tan fuerte que temía que él lo escuchara.
—Elena… —volvió a llamarme, dando un paso hacia mí.
Retrocedí de inmediato.
Mi espalda chocó contra la pared.
Cerré los ojos un segundo, respiré profundo, intenté recuperar la cordura.
No podía perder el control, no frente a él, no justo ahora.
“Inhala… exhala… inhala… exhala…”
Abrí los ojos y forcé una sonrisa tensa, falsa, pero funcional.
—No huyo de usted —dije finalmente, con la voz temblorosa al principio, pero firme al final