No sé cómo logré sostener a mi hija sin que se me cayera. Mis manos temblaban, mi respiración era tan superficial que me dolía el pecho y mis piernas parecían de papel mojado. La niña balbuceó un “mamá” bajito, como si sintiera mi miedo, y eso solo hizo que mis ojos ardieran más.
Agarré el bolso con torpeza y lo colgué de mi hombro. Daniel, que había reaccionado antes que yo, recogió las toallitas que habían caído al suelo y las metió en el bolso sin decir nada. Su silencio decía más que cualquier palabra; estaba alerta, tenso, preparado.
—Vámonos —susurró él.
Asentí, apretando más a mi hija contra mi pecho. Caminé hacia la salida del baño con pasos rápidos, casi torpes. Quería huir, quería desaparecer, quería que esto no estuviera pasando.
—¿Isabella? —preguntó con una voz ronca, incrédula, como si se le hubiera detenido el mundo.
El aire se me fue del cuerpo. Por dentro yo temblaba como una hoja atrapada en un huracán, pero por fuera intenté mantener una máscara de serenidad. Él no