El aire de la mañana era fresco, todavía no se sentía el calor del sol, y sin embargo, mis pies descalzos sobre la piedra del patio me recordaban que el mundo seguía girando.
Había dormido mal. No porque algo estuviera mal, sino porque todo parecía demasiado bien. Demasiado perfecto. Como si el universo me hubiera dado una tregua... solo para ver si era capaz de no estropearla.
Acaricié la taza caliente entre mis manos, con la vista fija en las flores del jardín. Las mismas que él había llenado de luces la noche anterior. Las mismas que habían sido testigo de la propuesta que aún me parecía un sueño.
Una propuesta que había aceptado. Una promesa que había hecho.
Y sin embargo, todavía había algo que no le había dicho.
Sentí una punzada en el estómago. No de culpa. Más bien de esa mezcla agobiante entre miedo y amor que no sé si alguna vez dejará de doler.
Llevaba un mes guardándolo. Un mes de síntomas disfrazados. De excusas improvisadas. De tests escondidos. Un mes en el que todo cam