72. Cambio de Almas.
El limbo era un susurro eterno, un espacio gris donde las almas errantes se enredaban en los recuerdos de lo que no fue y lo que pudo ser. Recorrían cada rincón de aquella nada, unas aferradas a deseos incumplidos que las ataban como cadenas, otras negando con furia el paso al otro lado, incapaces de aceptar el final. Todas compartían un anhelo feroz: una segunda oportunidad, una rendija por donde escapar. Solo necesitaban un recipiente, un cuerpo vivo que, por duelo o por amor, mantuviera la puerta entre los mundos entreabierta. Los vivos, con su sentimentalismo obstinado, eran faros en la penumbra. Y cuando llegaban, las almas se abalanzaban, intentando tomar el control.
Pero no era fácil. Los primeros quince minutos eran cruciales: el vivo debía permitirles la entrada, consciente o inconscientemente. Después, la posesión era posible. Después, podían usurpar una existencia ajena.
Así funcionaba el Santuario del abismo.
Entre ellas, Megna observaba con ojos ávidos. Conocía las reglas