Cada segundo que transcurría en aquella oficina era como si el aire se hiciera más denso, sofocante, cargado de una electricidad invisible que obligaba a Sareth a contener la respiración. El espacio entre ella y Kael se había reducido peligrosamente. Podía sentir el calor que desprendía su cuerpo, la firmeza de su presencia y esa manera intensa en que la miraba, como si cualquier palabra sobrara.
Las respiraciones de ambos se mezclaban, cortas, agitadas, rozando el borde de lo prohibido. Los labios de Kael se acercaron lo suficiente para que la piel de Sareth reaccionara con un estremecimiento, una descarga que le recorrió el cuerpo de arriba abajo.
Entonces, el golpe en la puerta quebró el instante como un jarro de agua helada. Ambos se apartaron con una rapidez que los delató aún más. Ni siquiera hicieron falta palabras: la incomodidad se respiraba.
El golpe volvió a repetirse, insistente, hasta que la puerta se abrió y apareció Aziel, erguido, con su expresión impecablemente contro