El ambiente en la oficina era tan espeso que parecía que se podía cortar con una daga. Ni Kael ni Aziel pronunciaban palabra alguna, y el silencio solo era interrumpido por el crujido ocasional de la madera vieja del castillo o por el golpeteo lejano del viento contra los ventanales. La oficina estaba sumida en una penumbra inquietante, iluminada únicamente por las llamas titilantes de dos candelabros de hierro forjado sobre el escritorio. Las sombras danzaban en las paredes de piedra, retorciéndose como si tuvieran vida propia, y en ese espacio cargado, cada respiración parecía demasiado fuerte.
Kael se mantenía sentado tras el escritorio, los codos apoyados en la madera oscura y las manos entrelazadas frente a su boca. Su mirada, fija en un punto indeterminado, no estaba realmente viendo nada. Su mente había viajado lejos, arrastrándolo sin permiso a un recuerdo que no lo soltaba.
Ese día en la oficina. Ese momento fugaz y al mismo tiempo devastador en que los labios de Sareth rozar