La escena lo golpeó como un vendaval.
La puerta cedió bajo su mano y Kael dio un paso dentro de la habitación… y el mundo se detuvo.
Un rojo profundo lo cubría todo. No era solo un poco de sangre: había un charco enorme. La piedra fría estaba teñida y el olor metálico le inundó la garganta hasta casi hacerlo vomitar.
El corazón de Kael se encogió al instante. Allí, en el suelo, estaban Sareth y Eris.
Sus cuerpos yacían inmóviles, envueltos en un silencio que pesaba más que cualquier grito. La sangre se extendía en charcos irregulares, tocando los pliegues de sus ropas y pegándolas a la piel. En medio de esa escena, como si fuera un trofeo macabro, la daga angelical descansaba sobre la alfombra. Todavía brillaba. Su filo emitía un resplandor débil, espectral, como si la hoja misma respirara.
La visión era tan absurda, tan imposible, que la mente de Kael tardó en comprender lo que veía. Una pesadilla arrancada de un recuerdo que jamás había vivido.
No. Era real. Demasiado real.
—¡Sareth