Capitulo 6

Sareth

A orillas de un río furioso, Sareth y Maia apenas se mantenían en pie. Ambas estaban heridas, pero Sareth se había llevado la peor parte. Había luchado con todo lo que tenía contra esa cosa, pero todo pasó tan rápido que ni siquiera alcanzó a ver quién las atacó. Sin embargo… la forma de luchar y esas alas…

Un grito desgarrador de Maia interrumpió sus pensamientos.

La joven tenía clavada una gruesa rama que le atravesaba el hombro izquierdo.

—No te muevas, déjame ver —ordenó Sareth.

La herida era grave. No podían quitar la rama todavía. Con la caída desde tanta altura, estaban demasiado débiles. Si la retiraban, Maia podría desangrarse en segundos. Necesitaban magia para sellar la herida… pero ahora no la tenían.

No podían quedarse allí. Lo que las atacó podía seguir su rastro. Tenían que moverse y encontrar refugio pronto.

—Escúchame, Maia. Debemos sacar la rama, pero no con magia. Usaremos un método humano… algo que me enseñó Elena.

Sareth arrancó un pedazo de su vestido —que ya iba quedando en tiras— y recogió unas ramas secas. Chocó dos piedras hasta que una chispa encendió una pequeña fogata. Buscó la roca más redonda que encontró y la colocó sobre las llamas.

Nunca pensó que aquellas lecciones “humanas” servirían algún día… y ahora les estaban salvando la vida.

Cuando la piedra estuvo al rojo vivo, Sareth no dio aviso: arrancó la rama de un tirón y presionó la herida con la roca ardiente. Maia gritó, retorciéndose, mientras Sareth presionaba fuerte para sellar el sangrado. En el otro extremo, colocó el trozo de tela para mantener la presión.

—Me quedará una cicatriz enorme… —jadeó Maia.

—Cuando recuperemos la magia, la curaremos. Y si no, conozco a alguien que puede hacerlo. Una amiga… Lucía —respondió Sareth, pensando en el regalo que esa misma Lucía le había hecho: aquel vestido que ahora se deshacía en retazos.

Repitió el mismo proceso en el otro lado de la herida. Maia volvió a gritar, pero sabía que debían seguir adelante.

—Debemos seguir la corriente del río. Seguro encontraremos a alguien que pueda ayudarnos —dijo Sareth.

—¿Crees que mi hermana está bien? —preguntó Maia, sin poder ocultar su preocupación.

—Sí. Logró pasar. Cerca de donde cruzó hay una legión de ángeles caídos. Elena me dijo que son aliados. Ella estará a salvo.

Avanzaron en silencio, pegadas a la orilla. Ninguna de las dos estaba en condiciones de enfrentar otra batalla. El bosque se cerraba a su alrededor y la luz comenzaba a desvanecerse.

Maia tambaleaba; había perdido demasiada sangre. Sareth la sostuvo del brazo, aunque ella misma estaba agotada.

—Tenemos que improvisar un refugio antes de que oscurezca del todo. Si no, seremos presa fácil —dijo Sareth.

—¿Y cómo? Mi magia no se ha recuperado y no hemos parado de caminar… —se quejó Maia.

—Yo tampoco tengo energía, pero no podemos caminar toda la noche. Es peligroso.

Maia sonrió débilmente.

—Para ser un demonio, eres muy cautelosa. Y… eres la primera que veo ayudando a alguien. Suelen ser leales solo a su creador.

—Yo no tengo amo. Elena me creó y me liberó —respondió Sareth, como si fuera lo más natural.

Reunieron ramas y hojas grandes para improvisar un lecho. Encenderían una fogata para mantener alejados a los animales salvajes. No sería cómodo… pero al menos, estarían vivas hasta el amanecer.

Maia se recostó sobre las ramas, sintiendo cada latido del hombro como un golpe seco.

El calor de la fogata le aliviaba un poco, aunque el miedo seguía ahí, pegado al pecho.

Miró de reojo a Sareth, que vigilaba el bosque con la mirada fija y el cuerpo tenso.

Era un demonio… y aun así estaba aquí, curándola y protegiéndola como si fueran familia.

Quizá, pensó Maia, no todo en este mundo era tan simple como “ángeles buenos” y “demonios malos”.

Cerró los ojos.

El cansancio la arrastró, pero lo último que vio antes de dormirse fue la silueta de Sareth, inmóvil frente al fuego, como una guardiana en la noche.

Una vez que Maia se durmió, Sareth permaneció sentada, vigilando.

El sonido del río cercano era fuerte, pero no lo suficiente para tapar los crujidos del bosque. Cada rama que se quebraba entre las sombras le recordaba que ese no era un lugar seguro.

Miró a su alrededor con cautela. No reconocía ese bosque. Había viajado por montañas heladas, desiertos abrasadores y ciudades ocultas en la penumbra, había entrado en hogares de brujas, demonios, vampiros y hasta hadas… pero jamás había puesto un pie allí.

Esa zona pertenecía a los ángeles, y ella, siendo un demonio, no sería bienvenida.

Lo sabía, por eso mantenía todos los sentidos alerta, como una cazadora esperando el primer movimiento de su presa… o el ataque de un depredador.

El cansancio, sin embargo, empezó a pesarle. Tenía el cuerpo tenso, las manos frías y los párpados pesados. Finalmente, el sueño la venció, y se recostó junto a Maia.

Aquella noche, Sareth soñó… algo que nunca le había ocurrido.

En su sueño apareció un ángel: alto, con un porte imponente, ojos oscuros y alas rojas que parecían afiladas como cuchillas.

En ese sueño, ella lo amaba, pero él… él amaba a otra.

No había rabia, no había celos. Solo una punzada de dolor silencioso, como si le hubieran arrebatado algo que nunca había poseído.

El ángel la miraba con una tristeza extraña, como si ambos supieran que su destino estaba escrito y no podían cambiarlo.

Los primeros rayos de sol se filtraron entre las hojas, acariciando su rostro y arrancándola de ese sueño tan vívido que aún podía sentirlo en el pecho.

Parpadeó varias veces, confusa. No era común que soñara… de hecho, nunca había soñado antes.

A su lado, Maia seguía durmiendo. Su respiración era más tranquila y la herida ya no sangraba: señal de que su magia empezaba a recuperarse.

Sareth, en cambio, ya se sentía completamente restablecida. No era arrogancia, era certeza: era poderosa.

Durante años, Elena había sido su maestra, enseñándole cada truco, cada hechizo y cada secreto de la magia.

Los poderes de las brujas y de los demonios eran muy distintos, pero Sareth poseía ambos. Elena la había creado con una parte de sí misma, y eso la convertía en algo que ningún otro ser podía igualar.

Tenía la fuerza física de un demonio, reflejos y sentidos agudos, y además podía invocar hechizos, controlar elementos y tejer conjuros.

Lo que la hacía realmente diferente no era solo esa mezcla de poderes, sino su libertad. No debía lealtad a ningún amo, y eso la colocaba fuera de las reglas del juego.

Aun así, su lealtad hacia Elena era absoluta. No por obligación, sino por elección.

La quería.

Se querían como hermanas, como amigas que habían sobrevivido juntas a demasiadas batallas como para contarlas.

Era un vínculo tan fuerte que ni el tiempo ni la magia más oscura podrían romperlo.

Mientras observaba el amanecer, pensó en lo que vendría.

El bosque estaba en silencio… demasiado silencio. No era el silencio natural de la madrugada, sino uno denso, casi forzado.

Sareth entornó los ojos, agudizando el oído. Ni un pájaro, ni el murmullo de insectos, nada.

Su instinto demoníaco le gritó que algo estaba mal.

Se levantó despacio para no despertar a Maia, y tomó una rama caída, apenas un gesto para canalizar un hechizo rápido si era necesario.

El aire tenía un olor distinto, cargado de ozono y metal, como después de una tormenta… pero el cielo estaba despejado.

Entonces lo sintió.

No lo vio, no lo escuchó… lo sintió.

Una presencia poderosa, observándolas desde la espesura, paciente, como un cazador midiendo la distancia antes del salto.

Su piel se erizó y un escalofrío le recorrió la espalda.

Dio un paso hacia la penumbra, con la mirada fija en el punto donde su instinto le decía que estaba.

Pero no había nada. Ni un movimiento, ni un destello entre las hojas.

Y entonces, el silencio se rompió con un leve crujido de ramas.

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