El aire en aquel lugar era denso, antiguo. No había sol ni luna, solo un resplandor gris que parecía surgir del suelo mismo. El silencio era tan absoluto que Sareth podía escuchar los latidos de su propio corazón.
El anciano demonio la observaba desde la distancia, sentado sobre una roca ennegrecida por el fuego. Sus ojos, de un tono dorado opaco, brillaban con la calma de quien ha visto demasiadas eras pasar. Su cuerpo encorvado no quitaba fuerza a su presencia. Era uno de esos seres que no necesitaban hablar para imponer respeto.
—Otra vez —dijo con voz grave, quebrada por los siglos—. Concéntrate, niña. La oscuridad no se domina con miedo. Se escucha.
Sareth respiró hondo. Frente a ella, una esfera de energía oscura temblaba entre sus manos. Era inestable, como si pudiera explotar en cualquier momento. Cada intento anterior había terminado igual: la energía se dispersaba o la consumía por dentro.
—No entiendo… —murmuró, con frustración—. Cada vez que intento controlarla, siento que