El sonido de las botas de Kael resonaba con fuerza en el pasillo de piedra. El aire era espeso, húmedo, cargado de un olor a óxido y encierro. Las antorchas apenas iluminaban los muros cubiertos de musgo. A cada paso, el silencio parecía hacerse más pesado.
Aziel lo seguía unos metros detrás, sin decir palabra. Nadie se atrevía a interponerse en su camino. Cuando Kael entraba a los calabozos, hasta los guardias contenían la respiración.
Frente a la última celda, un soldado se enderezó con nerviosismo.
—Mi señor, el prisionero está dentro. Se negó a comer y a beber. Solo pidió… hablar con usted.
Kael no respondió. Con un simple movimiento de su mano, el guardia retrocedió. Empujó la puerta y el chirrido del metal rompió el silencio como un grito.
Dentro, el renegado estaba sentado contra la pared, encadenado de pies y manos. Su piel, antaño luminosa, tenía un tono grisáceo, y las marcas de antiguas runas recorrían su cuello como heridas mal cerradas. Alzó la mirada cuando Kael entró,