El Consejo siempre había creído que el silencio era poder.

No el silencio vacío, sino el control absoluto del ruido: qué información circulaba, cuándo, en qué forma y con qué carga emocional.

Durante décadas, el mundo había respirado al ritmo de decisiones que nadie veía tomarse. El colapso del sistema del proyecto Alfa no solo había apagado una inteligencia central; había roto el pacto tácito que sostenía al Consejo como autoridad invisible pero incuestionable.

Ahora, por primera vez, el silencio ya no obedecía.

La sala de deliberación seguía intacta en lo físico. Una arquitectura sobria, diseñada para transmitir permanencia: mesas de aleación oscura, pantallas curvas empotradas en muros sin juntas visibles, iluminación neutra calibrada para no generar sombras duras. Pero el aire estaba contaminado de urgencia, de voces superpuestas, de decisiones tomadas tarde.

—Esto es insostenible —dijo uno de los consejeros, levantándose de su asiento—. Las líneas de seguridad externa no responde