Sin Lealtades.
La noche había tragado la ciudad entera, y la lluvia fina convertía cada farola en un halo distorsionado.
Livia avanzaba por el costado de un almacén, las manos temblorosas, la respiración cortada. No sabía cuánto tiempo llevaba caminando.
La calle no le resultaba familiar. Ningún lugar lo hacía desde que había salido del edificio. El mundo afuera parecía demasiado grande para el tamaño de su mente.
—Encuentra a Isela.
El comando vibró, como un impulso eléctrico que recorría su columna.
—Encuentra a Isela.
Luego, una interferencia aguda.
—Mátala.
Livia cerró los ojos, respirando hondo. Su cuerpo reaccionaba antes que su cerebro.
—Regresa al Consejo.
—No regreses.
—Detente.
—Sigue.
Las órdenes se mezclaban entre sí como voces superpuestas de un mismo viejo casete dañado. A veces eran sus pensamientos, otras, un eco que no reconocía. Y de fondo, siempre, la sensación de él: Leo.
No hablándole, no pensando, sino empujando. Como manos invisibles intentando dirigir marionetas.
Livia cayó d