Ruido.

El sonido.

Eso fue lo primero que volvió.

No un sonido real, no el eco del metal ni el murmullo de los monitores. Era algo más bajo, interno. Como un pulso, un zumbido débil que no venía del exterior, sino de algún punto profundo dentro de su cabeza.

Un latido.

Los Centinelas no debían tener latidos.

Kain abrió los ojos.

La sala de contención estaba bañada en una luz azul constante. Columnas de energía vibraban en los bordes del campo que lo rodeaba, creando un brillo suave que distorsionaba el aire. A través del cristal, las figuras de los técnicos se movían como sombras lejanas, siempre observando, siempre registrando.

No recordaba cuánto tiempo llevaba allí. No recordaba por qué estaba allí.

Pero sabía, con la precisión de una máquina, que algo no encajaba.

Giró la cabeza. El movimiento fue mecánico, exacto. Aun así, en su interior algo se resistió, como si otra parte de él, más blanda, más humana, temiera el propio gesto. La máscara metálica devolvió un reflejo pálido.

Por un mome
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