Llaves.
La detonación del disparo rebotó entre las paredes húmedas, un estruendo seco que rompió el zumbido constante de la lluvia. Por un segundo, nadie respiró. Solo el olor a pólvora se mezcló con el óxido y la humedad, creando una nube invisible pero asfixiante.
Isela se había movido sin pensar, puro instinto, como un animal acorralado. El sobre se le escapó de las manos, cayendo al suelo y abriéndose como una herida; las páginas se esparcieron en el charco, flotando como hojas muertas.
Leo fue el primero en reaccionar. Su mano se cerró sobre la muñeca de Isela, firme pero no violenta, como quien sujeta a alguien a punto de caer por un precipicio. Damian, en cambio, se lanzó hacia delante, interponiéndose entre ambos, el cuerpo tenso, la mirada ardiente.
— ¡Suéltala! —gruñó Damian, y en su voz había más que rabia: había miedo.
Leo no respondió. Sus dedos temblaban sobre la piel de Isela, aunque su expresión era un muro. La lluvia chorreaba por su frente, bajando hasta su boca como una cic