Enemigos.
El olor a óxido y humedad era tan fuerte que Isela sentía que se le metía en los pulmones. Cada respiración era un esfuerzo, como si tragara agua. El sobre con las páginas estaba pegajoso entre sus manos; el plástico frío era lo único que le daba sensación de realidad. Damian permanecía a un paso de ella, encorvado, el cabello mojado pegado a la frente, los hombros tensos como un resorte a punto de saltar. Livia observaba cada movimiento, el cuchillo aún alzado aunque su pulso temblaba.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Damian con la voz grave, casi rota—. Si vamos a salir, es ahora.
Isela sintió que el aire se le iba de golpe.
—Quédate detrás de mí —le dijo en voz baja, apenas un susurro en medio del aguacero.
Leo se detuvo a pocos metros. Su mirada era un torbellino: ni frío ni cálido, sino una mezcla peligrosa de ambos. Cada paso suyo dejaba huellas oscuras en el cemento mojado.
—Isela —su voz sonó seca, casi cortante—. Ven conmigo. Ahora.
El corazón de Isela latía tan fuerte que le do