Calma Repentina.
La nave abandonada olía a óxido y a polvo húmedo. Las gotas de lluvia se filtraban por el techo roto y caían con un ritmo irregular sobre el suelo de cemento. El eco de los motores afuera era un recordatorio constante: no había escapatoria, solo tiempo prestado.

Damian dejó caer el casco de la moto al suelo. Rodó un par de metros y se detuvo contra una caja de herramientas. Sus manos estaban manchadas de aceite y sangre seca; su respiración, contenida.

Isela se sentó en una caja, los ojos abiertos como platos. No podía apartar la vista de él. Era él, pero al mismo tiempo no: más demacrado, más duro, pero los mismos ojos que recordaba.

— ¿Cómo…? —empezó, pero su voz se quebró. Tragó saliva—. Dijeron que habías muerto.

Damian no respondió de inmediato. Sus ojos se movieron hacia Selena, que se apoyaba contra la pared con el arma aún en la mano. La lluvia dibujaba sombras en su rostro, y por primera vez Isela notó que esa expresión fría que Selena solía llevar era, en realidad, miedo disf
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